jueves, noviembre 18, 2010

Carta a los padres que han perdido un hijo o hija




Del libro: Dolor y Sufrimiento



La muerte de un hijo es, si no la, una de las experiencias más dolorosas para los padres y marca un antes y un después. Es tan grande el dolor que produce la pérdida de un hijo, que los padres nos sumergimos en un estado de confusión, dolor, rebeldía y de desconexión con el mundo. Es una etapa de gran tristeza, desconsuelo, aturdimiento y angustia.



En ese instante nos sentimos tocados por la muerte en plenitud. Esta nos ha quitado a una persona muy querida, nos ha robado su presencia y compañía, en lugar de habernos llevado a nosotros. Con el pasar de las horas, la realidad se impone y abruma, y uno siente impotencia, deseos de suspender la propia vida y los proyectos personales.


Cada vez que uno escucha acerca de la muerte de un hijo ajeno, nuestro cuerpo reproduce las huellas ocasionadas al momento de haber experimentado nuestra propia pérdida. Se reproducen las palabras, las sensaciones y las claves de lo sentido en aquella funesta ocasión. Uno guarda el recuerdo del momento en forma fotográfica. De igual manera se atesora el contenido de las cartas y palabras de aquellos que estuvieron con uno y que le dieron su apoyo y solidaridad.


Tras la pérdida comenzamos a sentir un dolor que no tiene explicación, el que sin embargo, si se vive plenamente conduce a aceptar la pena, el llanto y la desolación, para finalmente descubrir que esta desgracia es una prueba a la que debemos darle un sentido.


Existe el dolor sin sentido, que nos lleva a dudar de todo y a vivir con desesperanza. El dolor con sentido es un camino para encontrar a Dios en los múltiples gestos, personas y circunstancias que nos acompañan.


Así como olvidamos los éxitos, pero jamás los fracasos, también olvidamos a aquellos con quienes reímos, pero jamás a aquellos con quienes lloramos. Hay que vivir realmente la pena, dejar que la tristeza respire en nosotros, concederse el permiso para estar tristes, llorar y deprimirse. Olvídense de las prohibiciones de llorar, de sentirse débiles y vulnerables, siempre en el duelo hay un tiempo de tristeza que debe ir acompañado de recuerdos y vivencias. En palabras de Proust: “Sólo sanamos de un dolor cuando lo padecemos plenamente”.


Lo que sí está prohibido es avergonzarse de que a uno lo vean triste: vivir la pena es un acto de sanidad espiritual y física. Negar esa pena es ir en búsqueda de la enfermedad física y espiritual.


No contengamos las lágrimas. Siempre a nuestro lado estará el Señor para secarlas y nos acompañará en nuestras noches de insomnio. En ese tiempo de pena, en esa época de tristeza sentiremos que no hay consuelo, sin embargo, viviendo la pena y atendiendo los recuerdos llegará el tiempo de la aceptación, aun cuando nos parezca que es imposible. El reprimir las lágrimas, los sentimientos y las emociones solo nos irá enfermando sin sospechar de sus consecuencias.


El llanto, el desconsuelo es un tiempo que pasa –como una nueva estación del año que se va−, dejándonos una mezcla de cansancio y olvido. Luego llegará un nuevo entendimiento que nos permitirá seguir y salir adelante.


La expresión del duelo se realiza a través de claves emocionales, cognitivas, físicas y conductuales. El duelo es asimismo una respuesta fisiológica. Durante la fase aguda del duelo el sistema inmunológico se altera, disminuye la proliferación de leucocitos y se deteriora el funcionamiento celular. Por eso la preocupación por la propia salud y el cuidado del cuerpo son indispensables.


Al nacer comenzamos a morir (“para morir hemos nacido”). El acto de nacer implica una pérdida. A partir de ese instante vital se inicia la cuenta regresiva que nos acerca a la muerte. Es así como desde el momento en que nacemos experimentamos diferentes pérdidas. La vida es un camino en cuyo trayecto vamos perdiendo cosas. Por esa razón cada ser humano debiera desde un comienzo prepararse para las pérdidas, duelos y separaciones. De ahí que el dolor sea un naufragio por el que hay que pasar. Este forma parte de la vida, exactamente en la misma proporción que la felicidad, la alegría y el amor. El dolor es un precio que pagamos por el amor. Quien decide amar decide también sufrir. Sin embargo, en la vida real sucede justamente lo contrario: vivimos como inmortales, pensando que aquello que poseemos durará también para siempre.

En el proceso del duelo el dolor no desaparece, se amortigua. El ser amado que hemos perdido pasa a ser nuestra sombra o, más bien, un faro interno que está en nosotros siempre encendido y nos acompaña e ilumina.
La angustia del primer tiempo se va haciendo menos aguda, se va atenuando, sin desaparecer, para dar paso a la vida, a los recuerdos. Uno comienza a recordar la vida de aquel que ha perdido y estas reminiscencias son como un talismán al que se recurre cada vez que se está triste. Se recuerdan sus dichos con alegría, con cálida ternura, se repiten frases, anécdotas y enseñanzas que nos dejó ese ser querido y que nos hacen a la vez reír y llorar. Luego entramos en un tiempo de consuelo en el que agradecemos al Señor los momentos en que pudimos compartir con esa persona todo el tiempo que vivió.

La vida de aquellos que parten casi siempre ha sido intensa, llena de acontecimientos y, por lo general, nos brindan un legado o una lección. También su partida nos deja una sensación de lo inconcluso por lo poco que les dimos o entregamos, o por lo mucho que quisimos decirles y no lo hicimos.

Estos pendientes marcan la calidad del duelo. Es mucho más llevadero un duelo que surge a partir de una relación en que no quedan pendientes, ya que estos dejan heridas más profundas y de difícil curación.

Muchas son las personas que pierden a un ser querido después de una violenta discusión o intercambio de palabras. Este hecho les hace sentirse mal y quedan con una permanente sensación de autorrechazo y arrepentimiento. Para ellos el dolor del duelo se agudiza a causa de la culpa. Prontamente deberán encontrar un sentido a esa experiencia para poder cerrar esa herida, pensando que todo lo humano se supera después de la muerte.

Para no dejar pendientes después de una pérdida o duelo, un buen consejo sería aquel que dice que hay vivir cada día como si fuese el último de nuestra existencia.

Las huellas que dejan los hijos son imborrables y el recuerdo de ellos constituye un paraíso personal del que nadie nos podrá expulsar. Hay recuerdos y momentos de la vida de aquellos que amamos y perdemos que nos hacen recuperar el aliento y borrar años de dolor y sufrimiento. Lo sanador es esforzarse ante el misterio de la muerte para lograr que prevalezca el amor y no la significación negativa que le podamos dar a ese acontecimiento tan triste y doloroso.

Al darle importancia al amor que nos rodeó junto a quien perdimos y amamos se produce una alegría nostálgica. Con ese sentimiento guardamos e inmortalizamos su recuerdo. Recuerdos que milagrosamente no cambian a través del tiempo.

Ese tiempo del recuerdo hace que nuestros corazones aniden nuevas emociones, nuevas esperanzas, que nos permiten ver una luz presente de una imagen desaparecida.

El camino para alcanzar el consuelo es largo y doloroso, pero debemos recordar que para llegar al alba hay que recorrer todo el camino de la noche, y que esa noche en principio suele no tener luna… Pero nosotros, los cristianos, tenemos la esperanza del reencuentro, la que nos llena de ilusión con la promesa de la eternidad.

Kalil Gibran nos alienta:

El nacimiento es el comienzo la muerte no es el final.

La existencia es una continuidad que se desplaza entre días hermosos y otros oscuros, sin luz.

Podemos estar en el túnel oscuro sin ver la luz, pero tenemos que saber y repetirnos mentalmente que en ese día negro y lluvioso, detrás de las nubes, siempre hay un sol que brilla.

Cuando estemos llenos de tristeza, sin esperanzas, mantengamos el recuerdo de los días hermosos sin nubes. El nacimiento no es el comienzo, la muerte no es el final, lo que atravesamos al entrar y salir es la puerta de Dios que nos lleva al consuelo después del sufrimiento y la tristeza. Con el tiempo aprendemos que el amor y los recuerdos no mueren.




No hay comentarios:

Publicar un comentario