Del libro: Dolor y Sufrimiento
La muerte de un hijo es, si no la, una de las experiencias más dolorosas para los padres y marca un antes y un después. Es tan grande el dolor que produce la pérdida de un hijo, que los padres nos sumergimos en un estado de confusión, dolor, rebeldía y de desconexión con el mundo. Es una etapa de gran tristeza, desconsuelo, aturdimiento y angustia.
En ese instante nos sentimos tocados por la muerte en plenitud. Esta nos ha quitado a una persona muy querida, nos ha robado su presencia y compañía, en lugar de habernos llevado a nosotros. Con el pasar de las horas, la realidad se impone y abruma, y uno siente impotencia, deseos de suspender la propia vida y los proyectos personales.
Cada vez que uno escucha acerca de la muerte de un hijo ajeno, nuestro cuerpo reproduce las huellas ocasionadas al momento de haber experimentado nuestra propia pérdida. Se reproducen las palabras, las sensaciones y las claves de lo sentido en aquella funesta ocasión. Uno guarda el recuerdo del momento en forma fotográfica. De igual manera se atesora el contenido de las cartas y palabras de aquellos que estuvieron con uno y que le dieron su apoyo y solidaridad.
Tras la pérdida comenzamos a sentir un dolor que no tiene explicación, el que sin embargo, si se vive plenamente conduce a aceptar la pena, el llanto y la desolación, para finalmente descubrir que esta desgracia es una prueba a la que debemos darle un sentido.
Existe el dolor sin sentido, que nos lleva a dudar de todo y a vivir con desesperanza. El dolor con sentido es un camino para encontrar a Dios en los múltiples gestos, personas y circunstancias que nos acompañan.
Así como olvidamos los éxitos, pero jamás los fracasos, también olvidamos a aquellos con quienes reímos, pero jamás a aquellos con quienes lloramos. Hay que vivir realmente la pena, dejar que la tristeza respire en nosotros, concederse el permiso para estar tristes, llorar y deprimirse. Olvídense de las prohibiciones de llorar, de sentirse débiles y vulnerables, siempre en el duelo hay un tiempo de tristeza que debe ir acompañado de recuerdos y vivencias. En palabras de Proust: “Sólo sanamos de un dolor cuando lo padecemos plenamente”.
Lo que sí está prohibido es avergonzarse de que a uno lo vean triste: vivir la pena es un acto de sanidad espiritual y física. Negar esa pena es ir en búsqueda de la enfermedad física y espiritual.
No contengamos las lágrimas. Siempre a nuestro lado estará el Señor para secarlas y nos acompañará en nuestras noches de insomnio. En ese tiempo de pena, en esa época de tristeza sentiremos que no hay consuelo, sin embargo, viviendo la pena y atendiendo los recuerdos llegará el tiempo de la aceptación, aun cuando nos parezca que es imposible. El reprimir las lágrimas, los sentimientos y las emociones solo nos irá enfermando sin sospechar de sus consecuencias.
El llanto, el desconsuelo es un tiempo que pasa –como una nueva estación del año que se va−, dejándonos una mezcla de cansancio y olvido. Luego llegará un nuevo entendimiento que nos permitirá seguir y salir adelante.
La expresión del duelo se realiza a través de claves emocionales, cognitivas, físicas y conductuales. El duelo es asimismo una respuesta fisiológica. Durante la fase aguda del duelo el sistema inmunológico se altera, disminuye la proliferación de leucocitos y se deteriora el funcionamiento celular. Por eso la preocupación por la propia salud y el cuidado del cuerpo son indispensables.
Al nacer comenzamos a morir (“para morir hemos nacido”). El acto de nacer implica una pérdida. A partir de ese instante vital se inicia la cuenta regresiva que nos acerca a la muerte. Es así como desde el momento en que nacemos experimentamos diferentes pérdidas. La vida es un camino en cuyo trayecto vamos perdiendo cosas. Por esa razón cada ser humano debiera desde un comienzo prepararse para las pérdidas, duelos y separaciones. De ahí que el dolor sea un naufragio por el que hay que pasar. Este forma parte de la vida, exactamente en la misma proporción que la felicidad, la alegría y el amor. El dolor es un precio que pagamos por el amor. Quien decide amar decide también sufrir. Sin embargo, en la vida real sucede justamente lo contrario: vivimos como inmortales, pensando que aquello que poseemos durará también para siempre.